Son las 5 de la madrugada en un lugar perdido de nuestra geografía. El despertador suena mientras el sol espera un poco más para salir e iluminarnos el día.
Nos levantamos con la ilusión de una nueva jornada que promete ser interesante, pero sobre todo, diferente a las demás.
Una vez duchados/aseados, cogemos nuestras mochilas para dirigirnos a una plaza cercana al albergue que nos ha alojado esa última noche. Allí nos sentamos y sacamos la bolsa con el desayuno. Necesitamos un buen refrigerio para afrontar la etapa que nos llevará al siguiente albergue.
Mientras desayunamos, repasamos la ruta: empieza en plano, pero se va complicando mientras avanza la jornada, con grandes subidas y bajadas.
A esas horas, sólo nos ilumina la luna y alguna tímida luz de un viejo fanal que queda en el pueblo.
Finalizado el avituallamiento, cargamos las mochilas a nuestras espaldas, nos atamos bien el calzado y nos disponemos a iniciar nuestra ruta.
Hace fresco y podemos respirar el rocío de la madrugada y un olor a césped muy agradable. Respiramos hondo para oxigenar nuestros pulmones de aire puro y nuestra mente de frescura para afrontar la etapa.
El ruido de nuestro calzado caminando sobre la tierra se nos ha hecho tan familiar que ya nos acompaña a todos lados y lo echamos de menos cuando no lo oímos. Eso nos invita a seguir caminando incluso cuando nos tomamos descansos en el camino.
A los pocos metros, nos toca cruzar un vetusto puente de madera, pero no pasa nada, no hay riesgo, porque es un puente que ha superado el paso del tiempo y va a superar también a unos caminantes que desean pararse unos instantes y observar la poca cantidad de agua que pasa por debajo.
Más adelante, nos toca una subida, nos paramos al final de ésta y observamos desde ahí la salida del sol, que va coloreando con su luz los campos por donde vamos a transitar. Gracias le tenemos que dar al sol por ese regalo de luz.
Tomando un giro indicado en la ruta, un campesino que nos ve, nos para y nos recomienda otro recorrido mejor. Nos dejamos aconsejar, porque nadie mejor que él, que debe conocer a la perfección la zona, nos puede guiar.
En una de las paradas realizadas para reponer fuerzas, un habitante del pueblo empieza a entablar una conversación… resulta ser mucho más interesante de lo que parecía. Nos aconseja, por ejemplo, que no durmamos debajo de ciertos tipos de árboles, porque consumen mucho oxígeno y al despertarnos, no tendríamos la sensación de haber descansado. Ese señor no tiene ninguna riqueza económica, pero posee una gran sabiduría que sabe transmitir con un rico vocabulario sobre la vida y la naturaleza y nos aporta una cultura casi desconocida por nosotros hasta el momento.
En otros descansos, nos refrescamos en una fuente y comemos para recuperar fuerzas; ahí aprovechamos para charlar con otros caminantes que también descansan por nuestra zona y con los cuales compartimos vivencias, consejos médicos y demás cosas para disfrutar del recorrido.
Apenas echamos de menos la gran ciudad de donde venimos, aquello nos suena ahora a ruido agobiante, a estrés, a gente corriendo sin ningún sentido, a vehículos ensuciando el oxígeno del aire… sabemos que algún día tendremos que volver, muy a nuestro pesar, pero las sensaciones vividas y aprendidas en el camino, nos llenan de fuerzas y de excelentes recuerdos.
Son muchos días ya caminado varios kilómetros diarios. Antes de empezar, algunos nos pronosticaban que no llegaríamos ni a la 2ª etapa, a la 3ª los más optimistas… pues bien, estamos en la 12ª y nos vemos con más fuerzas de seguir que el día que empezamos.
Nuestro cuerpo, y sobretodo nuestra mente, se ha acostumbrado ya a un ritmo que ni nosotros mismos nos podíamos imaginar.
En etapas duras, nos han surgido unas fuerzas de flaqueza que ni sospechábamos tener y que nos ha llevado a finalizar un recorrido que de otra manera, nos hubiera llevado al abandono.
Aprendimos así que nuestros límites están mucho más allá de lo que conscientemente nos autoimponemos y que eso lo deberíamos aplicar a nuestra vida cotidiana. Sin duda, nos conoceríamos todos mejor a nosotros mismos.
Aprendimos también la lección de la humildad, la lección de aquellas gentes que, sin tener casi nada, nos lo ofrecían todo, como aquella familia que vivía en una sencilla casa, pero que nos ofrecieron cobijo y refrigerio en su humilde morada.
Al regresar a casa, muchos nos tildaron de “locos”, lo cual resultaba paradójico teniendo en cuenta que algunos de esos son los típicos que van a comprar el periódico del dia en coche a un quiosco que tienen a apenas… ¡500 metros! ¿quién es más loco aquí? Si la locura es el camino que realizamos, ¡bienvenida sea la locura!
Finalizado el recorrido, desde entonces creo sentir la llamada de los caminos transitados, como si brillaran con tanta vida que ni el paso del tiempo los lograse borrar jamás.
Firmado: El Loco Cuerdo
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