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 Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia

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mcvan

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MensajeTema: Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia   Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia EmptyMiér Sep 09, 2009 8:23 pm

YA NO ERES LA MISMA DE SIEMPRE
Por Scriptia
Reencontrarse con María, curiosamente en el mismo bar en que regaban su juventud con cerveza, fue para Julio como retrotraerse quince años atrás, a la feliz época universitaria en la que ella, Ramón, Darío, Pepa, Rosa y él formaban un grupo de inseparables. En general, Julio huía de las caras conocidas del pasado lejano, si podía evitarlo. Más de una vez había cambiado de acera para no tropezárselas. Y tampoco había aceptado ninguna invitación a las reuniones de antiguos alumnos, a citas nostálgicas con ex-amantes o a cualquier otra convocatoria donde se esgrimiera la añoranza. Para él esto no implicaba renegar de su pasado; más bien todo lo contrario: quería conservarlo tal y como se impregnó en su recuerdo, con su primordial significación y su original impronta emocional, en el momento en que los hechos tenían sentido verdaderamente, un sentido que ya no existía, aunque sobrevivieran sus participantes.
Sabía por experiencia que, para él, ciertos retornos espurios podían trastocar, con una sola frase, toda una serie de recuerdos y eso le disgustaba, porque solían actualizar funestos rumores y raramente le alegraban el oído y la evocación. “¿Sabes que le caías mal a fulanita?”, le había comentado, por ejemplo, un antiguo conocido más invadido de malicia que de buenas intenciones. Entonces, todas las reminiscencias sobre fulanita en su memoria se habían alterado negativamente, a su pesar, ya sin remedio. Claro que reconocía que, a veces, eso ni siquiera importaba, porque el abismo del olvido se traga, en la mayoría de los casos, cualquier posibilidad de retroalimentación en la memoria, manteniendo a salvo e incólume a la persona en relación a las referencias sobre su pasado. No obstante, Julio también sostenía, sobre todo cuando pensaba en aquella chica maravillosa que conoció hacía cuatro años y con la que no tenía contacto actualmente por un posible malentendido, que no siempre el pasado está muerto y enterrado, sino que, en algún caso aislado como ése, continúa viviendo en el presente, unido a él por un hilo indestructible, que suele estar sellado por algún tipo de sentimiento, de emoción, o de misteriosa atracción insolubles. En esos casos prefería hablar de separación o de ausencia o, al menos, de pasado que aún no ha tenido su resolución y que es susceptible de renacer si se presenta la oportunidad, o así quería creerlo.
María, su mejor amiga de aquellos tiempos mágicos de estudios y diversión, pertenecía para él a un pasado agotado y yermo. El grupo se disolvió, asombrosamente sin sorpresa, algo más de un año después de licenciarse, menudeando cada vez menos el trato entre ellos hasta desaparecer por completo en el caso de Julio. Todos aquellos planes que habían fraguado juntos “los seis de la banda del carnero rojo”, como solían apelarse por una broma interna, todas las promesas de amistad eterna, habían resultado vanos. Que la vida les había separado era el resumen que cualquiera aplicaba al caso. Indefectiblemente él, también como otro cualquiera en la misma situación, reflexionó, en consecuencia, sobre la futilidad de la existencia y de los afectos, sobre qué cosa era la vida cuya fuerza separaba a aquellos que se suponía querían permanecer unidos, sobre la amistad quizá como un producto acomodaticio de las circunstancias y de las conveniencias que se evaporaba con la inmediatez de una gota de agua puesta al sol en un tórrido verano en cuanto éstas cambiaban. Lo peor es que, aunque lo sentía, él tampoco había hecho nada por evitar ese desenlace de indiferencia y esto le desazonó durante un tiempo, porque era la constatación de la naturaleza trivial e insignificante de su corazón, incapaz de haber profundizado realmente en algún afecto o de ejercer su voluntad para mantenerlo vivo y despierto. No podía quejarse, era como cualquier otro de ellos y de muchos.
Por esa mala conciencia, olvidó por un momento sus prevenciones sobre la relación con lo pretérito para saludar amablemente a María, mientras esperaba, según decía, a un compañero de trabajo. Ella y Ramón eran los únicos que habían permanecido juntos, al contraer matrimonio. El día de su boda fue el último que reunió al grupo de los seis. Durante la celebración, volvieron a hacerse promesas de verse a menudo y de llevar a cabo proyectos en común, puras fórmulas de inercia que nunca se materializaron, porque ya ninguno creía en ellas.
Julio y María se saludaron efusivamente con el disfraz de la cortesía. Se contemplaron manifestando encontrar al otro igual, como si el tiempo no hubiera pasado por ninguno, a pesar de estar comprobando de forma fehaciente los estragos que las arrugas, las canas o los kilos habían causado en las fisonomías estilizadas, frescas y lozanas de su juventud. María, de forma inesperada, con una precipitada espontaneidad, se abrazó a él emocionada, “¡Me alegro tanto de verte! – expresó, con los ojos brillantes de lágrimas - ¡Te he echado tanto de menos!”. Entonces, Julio supo que le culpaban a él del alejamiento, por una cita y una llamada perdidas, un año después de la boda y por el silencio posterior que, a pesar de ser mutuo por ambas partes, ellos entendieron como un claro indicio unilateral de su desinterés. Julio no se defendió, no le dijo que el declive se había iniciado mucho antes como una especie de conspiración tácita entre todos y que, para el momento al que ella hacía referencia, ya todo se había pervertido hasta fenecer. “Al fin y al cabo qué puede importar a estas alturas” – se dijo -
María le participó que los demás, sin embargo, se mantenían en contacto, aunque éste simplemente consistiera en una o dos llamadas al año y una felicitación por Navidad. “¡Menuda cosa! – Pensó Julio – Se niegan a lo irremediable, intentando conservar un simulacro recreado con migajas y desechos de lo que fue y posiblemente más cargado del peso del compromiso y de la hipocresía que de otra cosa. ¿Cómo pueden soportarlo? ¿Cómo pueden convertir el brillo y la pureza de nuestros sueños y emociones de antaño en ese permanecer postizo, mutilado, vacío, gris e inane? ¡A la mierda!”. Julio reconocía la radicalidad de sus posturas en muchas cosas. Para él era todo o nada y, por el momento, la nada ganaba por goleada en su vida, aunque la esperanza aún no le había abandonado.
Sin embargo, la emoción de María le pareció cierta. No le causaba el malestar y el fastidio que solían provocarle los ataques de emotividad de muchas mujeres, marcados de sensiblería o de artificiosa exaltación. Su mirada licuada en llanto le turbaba, pero no le producía deseos de largarse; en gran medida le halagaba. Se mantuvo en su asiento del bar, dejando que ella le cogiera de las manos como solía hacer cuando eran jóvenes y le hacía partícipe de alguna confidencia. Se sintió cómodo con el contacto y, por un largo momento, mientras ella le miraba con intensidad, como si quisiera aprehender su rostro, sin pronunciar palabra, a él le pareció que el tiempo se había congelado hacía quince años.
- ¿Y Ramón, cómo está? – Preguntó Julio, rompiendo el silencio y desechando su déjà vu nostálgico, extrañado de que el nombre de su marido no hubiera salido aún a colación –
- Nos hemos separado hace seis meses – Contestó María, confiriendo a su rostro una veladura de apático desaliento y separando sus manos de las de Julio.
Y siguió hablando, en orden inconexo, como Julio recordaba que hacía cuando estaba nerviosa y agitada. Se refirió al pasado común como “nuestra época”, “su época” y la de todos ellos. Como si el presente y las posibilidades abiertas del futuro sólo representasen un tránsito ajeno que ya no les pertenecía de ningún modo. Contó que Ramón la había abandonado alegando que ella “ya no era la misma de siempre”, abrumada como estaba por el trabajo, los hijos y las responsabilidades, incomodidades que él ya no deseaba compartir, por lo que había ido a reencontrarse con su pasado alegre y despreocupado en brazos de una jovencita, insólitamente muy parecida físicamente a ella, que le daba besos apasionados por los rincones, los mismos con los que ella se le entregó y que, por la falta de tiempo, la desgana, la rutina y el hastío, se habían desvanecido como un sueño sin retorno. Confesó que ella misma a veces también llegó a sentir que no era la misma, a extrañar aquel rostro preocupado que comenzaba a ajarse que la observaba desde el otro lado del espejo.
El semblante de María al expresarse, le recordó a Julio a una vieja profesora ya jubilada a la que solía pedir supervisión mientras realizaba su tesis doctoral, cuando reflexionaba un día en cómo, desde que había envejecido y los recuerdos tenían en su haber más peso que la propia vida que se iba escapando, ya no se reconocía en su propia imagen reflejada. Las arrugas, decía, no tienen la brillantez de una herida de guerra o de una cicatriz causada en un acto sobresaliente. Nos resultan ajenas a nuestro rostro porque no son para nosotros un atributo de vida sino que representan, además de una llamada a la muerte, un surco de desgaste, un residuo de fracasos, huellas físicas del eco ontológico de nuestro propio recuerdo de haber vivido, un rastro donde se mezclan inconexos los fantasmas de la realidad vivida, la evocada y la soñada. Por eso, concluía la señora, los años más prístinos en recuerdos son los que consideramos como nuestra época, la genuina, cuando aún todo o casi todo es una promesa, un vivir, un por vivir y un porvenir y no hay nada escrito en la lisura de nuestra piel, donde el esplendor todavía se manifiesta y tiene cabida.
Las palabras de María, aunque dichas sin tono de reproche hacia su marido, parecían esconder también, para Julio, una llamada indirecta de atención hacia él mismo. A pesar de que no le aludían, él se dio por aludido. Ramón no había aceptado los cambios propios de la realidad y de las circunstancias personales en su vida con María, como él tampoco había sabido aceptar los del grupo en su momento. Ambos parecían adolecer de lo mismo, de quedarse anclados en lo que se vivió más que arrostrar con decisión los nuevos acontecimientos con aquellos a los que se suponía que amaban. Ramón se presentó a sus ojos como un inmaduro claudicante e irresponsable, cuya actitud, aunque comprensible, le asqueaba en el fondo. Había dejado a María con todo el peso de las obligaciones familiares sin ningún escrúpulo. Aún así, Julio se resistía a pensar que estuviese en el mismo carro que Ramón, porque él sí había estado dispuesto a cumplir con todas las promesas que se hicieron y, en su opinión, sólo renunció cuando los demás acabaron desertando, si bien quizá había de arrepentirse de no haber insistido lo necesario.
Y mientras estas cavilaciones se sucedían en la cabeza de Julio, María seguía hablando. Le recordaba ahora a Julio la comprensión que siempre hubo entre los dos, de tal forma que podían conversar de cualquier tema y hasta leerse el pensamiento en muchas ocasiones. Le confesó que con Ramón, a pesar de estar enamorada de él, nunca había llegado a tener ese grado de complicidad, porque había cosas que sabía que no podía revelarle y contar con que él las entendiera. Revalidó el título de Julio como mejor amigo de aquella época, que nadie había podido reemplazar después; le manifestó lo presente que había permanecido en su recuerdo y sus deseos continuos de telefonearle, buscando en sus gestos y palabras el apoyo que no pudo encontrar en otros; se quejó de que Ramón siempre frustraba sus intenciones con el argumento de que “no debían molestarle porque estaría haciendo su vida”. Se condolía de que así había dejado pasar el tiempo tontamente. Su conclusión fue que Ramón siempre estuvo celoso de él y de la amistad de ambos, descargando sin reparos en su marido su propia responsabilidad ante Julio.
. El compañero de trabajo de María llegó y eso cortó la conversación entre ellos. Tras las presentaciones de rigor, María anotó rápidamente su número de móvil en una servilleta de papel y, al abrazar cariñosamente a Julio para despedirse, se la entregó y le susurró al oído, en tono suplicante: «Prométeme que me vas a llamar, por favor, prométemelo. No quiero perderte de nuevo». Julio correspondió a su abrazo pero no articuló nada y salió del bar, no sin volver la vista atrás desde la puerta para saludar de nuevo, mientras María permanecía de pie viéndole alejarse con una expresión conmovida, patética y expectante.
Al volver Julio la esquina de la calle, la última imagen que mantenía en su retina de la María madura que le decía adiós se fusionó con la que guardaba de su amiga de juventud y no ocurrió nada de lo que esperaba: los recuerdos siguieron intactos y una mano próvida y cálida se desprendió de ellos para señalar hacia el futuro.


FIN


Última edición por mcvan el Vie Sep 11, 2009 8:52 am, editado 1 vez
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Portaminas

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MensajeTema: Re: Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia   Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia EmptyJue Sep 10, 2009 12:31 am

¡Me encanta! ¡Un relato genial!. Es sorprendente lo bien que escribes.... Aunque no sé quien eres.


¡Te mereces haber ganado el primer premio!
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Fernanda

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MensajeTema: Me gusto mucho!   Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia EmptyJue Sep 10, 2009 2:12 am

Me gusto muchisímo, esta muy bien escrito. Felicidades!!! Smile
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mcvan

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MensajeTema: Re: Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia   Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia EmptyJue Sep 10, 2009 9:10 am

Triste y preciso. Precioso.
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Sexsi

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MensajeTema: Re: Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia   Relato: Ya no eres la misma de siempre. Scriptia EmptyVie Sep 11, 2009 2:21 am

Estoy de acuerdo, es un precioso relato. Me ha gustado mucho.
Es triste y alegre, todo en uno, como la vida misma, y tan bien expresado... Olé Scriptia!

Enhorabuena! Smile
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